
Desde 1962, Lencería Egay lleva ofreciendo en el centro de Bilbao un producto cuidado, una atención cercana y una forma de comprar que poco tiene que ver con la frialdad de un clic. Ana es la tercera generación al frente del negocio. Aprendió entre camisones y pañuelos, ayudando desde niña a su amama, quien soñaba con que su nieta continuara lo que había empezado. Y así fue: fue un día a “echar una mano” y lleva ya 32 años tras el mostrador.
En su tienda no hay algoritmos, ni descuentos relámpago ni envíos en 24 horas. Hay escucha, hay consejo, hay confianza. “Cuando vienes aquí, me haces un tercer grado y te vas encantada con tu sujetador. Eso en Amazon no lo tienes”, resume Ana. “Mi clientela es mayor, muchas llevan comprando aquí toda la vida. Me preguntan hasta por mi hijo”.
Cada día más difícil
Pero mantener a flote un negocio así ya no depende solo del buen hacer. Las grandes plataformas han cambiado la forma de consumir, y Ana lo nota cada día. A eso se suman los altos costes, la falta de apoyo institucional y un entorno que no siempre valora lo que está en juego. “La gente no se da cuenta de que se están cargando el pequeño comercio. Y se van a arrepentir, pero tarde”, advierte.
Antes de la pandemia, con la tienda atravesando una mala racha y una baja médica de por medio, Ana llegó a plantearse cerrar. “Fue un desastre total. Me cogí el alta justo antes del confinamiento y menos mal, porque si no, no hubiese recibido ni la ayuda”. No fue la única vez que se lo pensó, pero siempre hubo algo que le hizo seguir: el recuerdo de su abuela. “Muchas veces no he tirado la toalla por ella. Yo era su nieta, la mayor, su ojito derecho. Era su ilusión que yo siguiera aquí”.
Nuevas tecnologías
Para intentar atraer a clientela más joven, Ana ha apostado por abrir una tienda online y estar presente en redes sociales. “Somos pequeños y hacemos de todo. La tienda online es pequeñita y básica, pero lleva muchísimo trabajo”. Ha recibido alguna formación de asociaciones del sector, pero las ayudas públicas reales —las que de verdad marcarían la diferencia— brillan por su ausencia. “Del Ayuntamiento, nada. Ahora nos van a subir otra vez la tasa de basuras. Pago 100 euros al mes por tirar cinco cajas en una tienda de 10 metros”.
Pese a todo, Ana sigue levantando cada día la persiana. Porque hay algo que las grandes no pueden copiar: la cercanía, la honestidad, el vínculo que se crea cuando una tienda es parte de la vida de un barrio.