
A mí días como los que vienen, dedicados a los libros y sus ferias, me han empezado a dar pena. Y no seré yo quien denoste la vital importancia de los libros como soporte y vehículo de transmisión de conocimiento, por Dios.
Toda mi vida he estado rodeado de ellos, desde que mi abuelo José Mari, maestro de escuela, puso en mis manos el primero. Lo que sucede es que he tenido que deshacerme de unos 200 ejemplares, ya antiguos, ya leídos y nadie… NADIE me los quiso recoger… gratis, por supuesto.
El día que los llevé al Garbigune me llevé un gran disgusto, que aún me dura. Por supuesto que llamé a cien sitios para donarlos, transporte incluido: desde los ayuntamientos, bibliotecas, hasta la Biblioteca Nacional. Nadie los quiso ni regalaos…
Así que, cuando veo esas montañas de libros en papel, cada año más grandes… pienso en su cruel destino, una vez sean leídos…
Antes de comprar un nuevo libro en papel —y que me disculpen quienes los venden—, me lo pensaré cien veces, hasta que no se resuelva su destino en la vejez.