LA OPINIÓN de Miguel Ángel Puente

Eurovisión, el festival de la vergüenza

Una mirada sin filtros a Eurovisión y sus contradicciones

No lo vi. Tampoco suelo verlo otros años, tengo que reconocer, aunque sí lo sigo desde la distancia. El sábado tenía cosas mejores que hacer. Entre ellas, reírme un rato en un espectáculo de humor que, al menos, no pretendía disfrazarse de lo que no es. Pero, al salir, sí me molesté en consultar las votaciones finales. Y mi indignación, asco y repulsión fueron mayúsculos al conocer el resultado. Una mezcla de vergüenza ajena, dolor y cabreo, que nada tiene que ver con la actuación de Melody. ¿En qué demonios hemos convertido este circo llamado Eurovisión?

En una puñetera vergüenza, ya respondo yo. Una vergüenza que comienza cuando, en un festival que presume de unión y paz, se permite la participación de Israel —que tiene la indecencia de bombardear indiscriminadamente a la población civil mientras se está celebrando el certamen— al mismo tiempo que se veta la presencia de Rusia. ¿El argumento? Que la música debe unir y no dividir. ¿En serio? ¿Y qué une la música israelí mientras sus bombas caen sobre la población civil, cooperantes, sanitarios, ambulancias, colegios u hospitales de Gaza?


«Una vergüenza que comienza cuando, en un festival que presume de unión y paz, se permite la participación de Israel»


Más bochornoso aún: una empresa israelí es el patrocinador principal del evento. Otra vez el maldito dinero sionista de por medio, comprando voluntades para blanquear genocidios. Y que nadie me venga ahora con el maniqueo cuento victimista del antisemitismo, que nada tiene que ver con mi posición. La madre de mis hijos se llama Belén, mi hijo pequeño Aarón y mi cuñado Moisés. Esto va de antisionismo, que es algo completamente diferente. Y no, no se trata de una posición ideológica, sino de un punto de vista ético y moral. Que nadie se equivoque.

Porque lo que aquí se denuncia es el uso perverso de la historia, la manipulación del dolor y el cinismo de quienes, en nombre de Dios, llevan décadas abrazando al Diablo, mientras tienen la desfachatez de personarse en la sede de la ONU con la estrella de David colgada del pecho, ensuciando la memoria de los millones de judíos masacrados por el nazismo.

Y vergüenza también por la actitud de la UER, esa organización que amenaza con sancionar a RTVE por un simple comentario sobre la paz. ¿Censura preventiva? ¿Está prohibido siquiera mencionar que miles de seres humanos están muriendo a diario en Gaza? ¿Ahora resulta que pedir paz y justicia para un pueblo masacrado es objeto de sanción? Desde luego, ni una televisión pública ni una democracia digna de tal nombre pueden tragarse esa mordaza.


«Eurovisión se ha convertido en una triste y vergonzosa parodia de sí misma»


Y no menos escandaloso es el sistema de votación. Año tras año, se premian esperpentos musicales que no se sostienen ni por una supuesta puesta en escena original y transgresora. No se vota por la calidad musical del artista, ni por su voz, ni por su coreografía: se vota por el país, por simpatías geopolíticas o por campañas en redes sociales. ¿Canción? ¿Arte? ¿Mensaje? Qué va. Lo que hay es una colección de horteradas que harían palidecer al mismísimo Chikilicuatre.

Y llegamos al televoto: la mayor mentira de Eurovisión. La coartada perfecta para amañar un concurso. Un mono con dos pistolas. Esa apoteosis del sinsentido, donde el público (y, cuando no, un grupo de poder con intenciones espurias) —confundiendo política con humanidad— vota por un estado genocida, porque ahora resulta que denunciar crímenes de guerra es cosa de “rojos”. Algo que, por cierto, no soy ni en verano en Conil cuando me da el sol. Maldita ideología que lo contamina todo: hasta el más básico sentido común, y hasta el más mínimo principio de humanidad. Y esto no es algo nuevo. Ya lo vimos cuando se votó sin criterio por Ucrania —aunque aquí sí que apareciera un bienintencionado sentimiento de solidaridad—, como si el escenario fuera una asamblea de la ONU y no un festival musical.

Eurovisión se ha convertido en una triste y vergonzosa parodia de sí misma. O se reinventa desde los cimientos, o España —y varios países más que llevan tiempo levantando la voz contra la presencia de Israel— haría bien en plantearse muy seriamente su continuidad. Porque si de lo que se trata es de avalar hipocresías, blanquear crímenes de guerra y premiar canciones mediocres por criterios de simpatía política; o, simplemente, por odio al adversario ideológico, mejor bajarse de este barco, antes de que se hunda en la más absoluta de las ignominias… si no se ha hundido ya.


«¿Por qué luego los pisoteamos y miramos hacia otro lado, según la bandera del infractor?»


P. D.: Nada de lo dicho anteriormente quita para gritar a los cuatro vientos que Hamás es una organización terrorista que merece toda la repulsión y el rechazo. Una cosa no quita la otra, aunque algunos necesiten que se lo dibujen porque, si no, no lo entienden. Se puede —y se debe— criticar a Hamás y sentirse horrorizado tanto por su propia barbarie como por la desproporcionada y cruel respuesta de Israel. No se trata de atacar a uno para defender al otro.
Pero en todo esto, sí hay algo que debería hacernos reflexionar: ¿no se supone que en el mundo occidental defendemos unos principios éticos y morales que nos hacen ser distintos, y que nos hemos dotado de unos mecanismos y acuerdos para garantizar que estos se cumplan? Entonces, ¿por qué luego los pisoteamos y miramos hacia otro lado, según la bandera del infractor?
Estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros… ¡Anda, idos todos a la mierda!


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