
Era nuestro grito de guerra en los 80, en aquel viejo San Mamés que todos seguimos añorando. Y, tras los años, sigue teniendo plena vigencia. Además, bien vale para el Betis, el Sevilla, el Valencia, el Celta, la Real, Osasuna, el Dépor, el Sporting y un largo etcétera de equipos históricos…
Y es que hoy en día parece que no existe otro fútbol más allá de la media docena de «grandes» que aspiran a ganarlo todo. Como si no hubiera vida fuera de la Champions, como si todo lo demás fuese un simple trámite de relleno. Una idea perversa en el fondo y contraproducente en las formas, que ha cobrado fuerza últimamente y se ha extendido como un peligroso virus que puede acabar con el más débil: si un futbolista no ficha por uno de esos clubes, su carrera se reduce a la mínima expresión. Nunca llegará a ser nada en el fútbol. Y en nuestra liga, esta visión excluyente e interesada se convierte en una caricatura: todo se reduce a Real Madrid o F. C. Barcelona, como si la liga entera fuese un ring de boxeo con dos púgiles de peso y el resto simples sparrings que deben plegarse a sus deseos y no poner traba alguna, porque entonces se les ningunea y se les falta al respeto.
«Si apoyas a los clubes grandes de tu país antes que al equipo de tu ciudad o de tu región, no te gusta el verdadero fútbol; te gusta gana»
La realidad es sangrante. Todo versa en torno a ellos: portadas, tertulias, debates y hasta conversaciones de café. Y lo que es peor: se transmite la sensación de que todo aficionado al fútbol, al igual que los jugadores de nivel, está condenado a tener que elegir entre uno u otro. Ya no vale ser del equipo de tu ciudad: eso suena a romanticismo barato, a cosa de pobres, a gilipollas sin ambición…
Francesco Totti, uno de los grandes del fútbol europeo, fue capaz de resumirlo con la misma brillantez con la que se desenvolvía en un terreno de juego: «Si apoyas a los clubes grandes de tu país antes que al equipo de tu ciudad o de tu región, no te gusta el verdadero fútbol; te gusta ganar». Y quizá ahí radique la clave. Muchos hinchas, sin vinculación sentimental real con un determinado escudo, se refugian en las escuadras más poderosas porque en su vida cotidiana rara vez conocen la victoria. Al abrazar un proyecto ganador sienten que, por fin, están en el bando correcto. Que su vida tiene sentido. Ya tienen algo que festejar. Ya son importantes…
Pero no nos engañemos: cuando no hay vínculo sentimental real, el aficionado se convierte en un cliente del éxito, en un simple saca-fotos, luce-bufandas o compra-camisetas que consume triunfos, y si estos no llegan, siempre puede cambiar de “proveedor”.
«Nada es igualable al sentimiento que tengo como rojiblanco»
Algunos lo vivimos ya en la NBA de los años 80. Tras el éxito olímpico de la selección española, muchos chavales de la época descubrimos aquel universo y tuvimos que elegir equipo. Yo me hice de los Lakers, por supuesto; no me iba a hacer de los Pacers. No había lazo alguno con la ciudad, pero se trataba de uno de los equipos más laureados, de los que ganaba en aquel momento. Pero, no nos engañemos, a mí nunca me han dolido los Lakers.
A mí me duele el Athletic Club.
Yo nunca he respirado en amarillo y púrpura. Respiro en rojiblanco. Escuchar su himno todavía hoy me pone la carne de gallina. Y eso que aquellas finales contra los Celtics eran pura épica. Y sí, todavía tengo mi colección de camisetas que guardo como oro en paño. Pero nada es lo mismo. Nada es igualable al sentimiento que tengo como rojiblanco. Y como hoy, por cierto, porque está todo inventado, también había un jugador franquicia que servía como imán. Para mí lo fue Magic Johnson y su eterna sonrisa de jugón. Esa confrontación deportiva se vendía sola: Lakers/Magic contra Celtics/Bird. ¿Les suena? Real Madrid/Ronaldo frente a Barça/Messi. O la que se nos viene encima ahora con Yamal y Mbappé.
Pero la gran diferencia con LaLiga es que la NBA supo diseñar un sistema que busca la rotación de sus franquicias ganadoras. Allí la igualdad es parte de la esencia y del espectáculo. En cambio, en nuestro fútbol seguimos atados a una dictadura de dos colores, sin apenas espacio para que otros clubes sueñen con algo más que una participación simbólica. Simples secundarios que, como mucho, sirvan para dar lustre a los protagonistas.
«Mientras la cultura imperante reduce el fútbol a dos equipos, la verdadera esencia de este deporte late en los estadios pequeños»
Y no, el fútbol no debería ser eso. El fútbol es sentimiento, pasión, historia, ADN. Es herencia, es crecer con unos colores que viste lucir a tu padre o a tu abuelo y que heredas tú porque los llevas en la sangre. Es identificarte con tu ciudad, con tu barrio, con tus vecinos. Es el orgullo de ver a tu equipo competir, aunque sea contra gigantes, y celebrar como un título una victoria inesperada. Es llorar de pena o de alegría porque tu equipo te punza las entrañas o te hace vibrar, ya que forma parte de ti. Y esa felicidad o tristeza compartida con tu gente no se compra, no se cambia, no se alquila.
Ahí está la diferencia: mientras la cultura imperante reduce el fútbol a dos equipos, la verdadera esencia de este deporte late en los estadios pequeños o en esos otros grandes campos de equipos históricos que se llenan cada domingo, en los cánticos que salen del corazón o en los colores que has mamado desde niño. Porque eso sí es fútbol. Lo otro es solo negocio.
Por eso, odio eterno al fútbol moderno…