Hay veces en que el fútbol se quita la máscara y enseña la cara de siempre: esa media sonrisa torcida (¿os acordáis del perro Patán?) que no sabe si es desprecio, desmemoria o simple desvergüenza. Y pocas veces esa mueca resulta tan evidente como cuando el FC Barcelona decide que las normas (sus normas) cambian según sople el viento, según convenga el relato o según el escudo que pregunte por unas entradas.
Porque hace apenas una semana, el Barça aseguró con solemnidad casi religiosa que era imposible, que la seguridad lo impedía, que el nuevo Spotify Camp Nou era una suerte de templo en obras donde ni el mismísimo Indiana Jones se atrevería a entrar sin casco y arnés. Y que por eso, claro, el Athletic no podía recibir sus habituales entradas visitantes. “No es posible garantizar la separación, el control y las condiciones mínimas de protección”, dijeron.
«Milagro, señores. El estadio que la semana pasada era una ruina digna de Pompeya, de pronto está para pasar revista como si fuera el mismísimo Emirates Stadium.»
Hoy, siete días después, anuncian que al Alavés sí le pueden entregar 470 entradas. Casi medio millar. A 30 pavos. Y con una sonrisa de anuncio.
Milagro, señores. El estadio que la semana pasada era una ruina digna de Pompeya, de pronto está para pasar revista como si fuera el mismísimo Emirates Stadium. Ni los milagros de Fátima fueron tan puntuales.
Uno se pregunta, con la mala baba que da la experiencia, si este repentino brote de hospitalidad azulgrana tendrá algo que ver con que el Athletic no les cae especialmente simpático últimamente. Será porque les «robamos» a Nico Williams, por las maniobras subterráneas, por las quejas bilbaínas sobre inscripciones milagrosas como la de Dani Olmo. Será por lo que sea. Pero la casualidad, ya se sabe, es un animal que en el fútbol siempre muere joven.

Mientras tanto, en Bilbao, el club rojiblanco tuvo que improvisar un operativo de guerra para contentar a sus socios. Ni entradas visitantes ni gaitas. Tocó recurrir a las invitaciones corporativas, llamar uno a uno a los abonados inscritos en el sorteo. Pura artesanía emocional para evitar que decenas de athleticzales que ya tenían vuelo y hotel contratado se quedaran mirando el partido desde una tasca de Les Corts.
Y ahora, una semana después, resulta que el estadio no era tan frágil. Que no hacía falta reforzar la estructura con vigas de mitología griega. Que los visitantes sí podían entrar, siempre y cuando vistieran de albiazul.
A veces al Barça se le olvida que la grandeza no se declama: se ejerce. Que un club (Mes que un club) que presume de señorío no debería comportarse como quien baja las persianas cuando ve venir al vecino que le cae mal. Que la coherencia no puede depender del calendario ni del interés inmediato.
Pero aquí estamos, otro capítulo más de ese culebrón en el que el club catalán es guionista, actor y crítico de sí mismo.
Un día no hay aforo: al siguiente, 470 entradas libres.
Un día el estadio es una cueva peligrosa; al otro, Disneyland para los visitantes.
Y luego dirán que es el fútbol el que exagera. No: exageran ellos. Y lo hacen sin pudor.
En Bilbao, donde todavía se entiende la palabra «principios», este episodio no se olvida tan rápido. No por rencor (algunos lo somos, y mucho), sino por memoria. Porque hay decisiones que retratan a quien las toma con más precisión que un comunicado oficial.
Y esta, por desgracia para el Barça, es una de esas. Una más.
