Corría el verano de 2003 cuando yo estaba en el pequeño pueblo de Alicante donde veraneaba cada año. Allí, por esas fechas, el pueblo se llenaba de vascos y madrileños, que con el paso de los años terminamos conformando un grupo de amigos. Una tarde de ese verano estaba en la piscina y, de repente, oí que alguien me llamaba: “Silvia, ven, escucha esto”. Era la prima de una amiga, que había ido a pasar unos días. Me acerqué, me pasó el auricular del discman y escuché:
Ese fue el inicio de algo que ha durado 22 años. La voz de Alex Sardui, la guitarra de Haimar Arejita, el bajo de Mikel Caballero y la batería de Gaizka Salazar, Gatibu, habían llegado para quedarse en mi vida. Y confieso aquí un pequeño delito: aquella chica se marchaba en unos días y a mí aún me quedaban unos largos meses por delante. ¿Qué iba a hacer ya sin Gatibu? No existía Amazon y encontrar el disco de un grupo en euskera en esa zona era misión imposible… Así que fui al videoclub del pueblo y pirateé el disco para seguir disfrutando de él. No pasa nada: me resarcí en septiembre, cuando volví a Bilbao y lo compré. Igual que todos los que llegarían después.
Desde entonces comenzó una relación que pensé que sería infinita. Recuerdo los primeros conciertos, cuando éramos poquitos y yo muy joven. La valentía de esos años mozos hizo que me atreviese a hablar con ellos, a pedir los típicos autógrafos, y, a base de vernos siempre en primera fila, la relación se fue estrechando. Gatibu para mí es mucho más que música. Es ese primer concierto al que fui en Bilborock, es Kukutza, son las cervezas tras los bolos, recorrer Bizkaia para verlos, quedarme afónica, las firmas, las risas, las charlas, su disposición para ayudarme en lo que necesitase, para llevarme a casa. Son historias, ilusiones, ausencias que aún duelen un poco y amistades que ya no lo son. Son un puñado inmenso de recuerdos y la banda sonora de mi adolescencia, juventud y madurez.
Un final no asumido
Y por eso estos días estoy nostálgica y sensible. He llorado, y no solo en el concierto del pasado sábado que inauguraba los últimos coletazos de la despedida. He llorado por los tiempos que ya no volverán y porque, cuando se anunció la disolución, no lo asumí. Parecía algo lejano y me instalé en esa negación que te protege sin avisar. Ahora es inminente, ahora sí.
En ese mar de pensamiento he querido hablar con Haimar y le decía que el sábado, antes del concierto, me preguntaba si así acababa todo. Si así acababa Gatibu. Y él, que lo ha vivido desde dentro, me ha confesado que tomar la última decisión fue “jodido” y que dejar algo tan importante “ha sido difícil”. Pero también me ha dicho algo que confirma lo que pensé tras el espectáculo: que cuando un niño o niña dentro de diez años escuche una canción de Gatibu, él espera que esa música “todavía le emocione, le aporte algo y le haga sentir algo positivo”. Y es así. El grupo no será para siempre, pero sus canciones —y todo lo que ellas arrastran— sí. Eso no desaparecerá nunca.
Cuando le pregunto qué ha sido Gatibu para él, lo resume en dos palabras que son casi un espejo de lo que yo siento: “Media vida.” Empezó con 24 años. Era, como le digo, “un pipiolo”. Y parte de ese Haimar joven, ese chaval que se subió al escenario por primera vez con el grupo, se queda para siempre en Gatibu. Pero también lo tiene claro: “Nacerá otra parte; la vida sigue”.

La música transciende
Durante la conversación me ha dicho que lo que más se lleva de esta aventura es “el calor del público, sin duda alguna”. “Al final tocamos para la gente y la gente puede reaccionar de diferentes maneras y en nuestro caso siempre hemos tenido un público espectacular y maravilloso», asegura. Habla de todos nosotros: los que llevamos 25, 22 o dos años con ellos; los que crecimos con cada disco; los que se han unido en los últimos veranos, los que encontramos en sus canciones un refugio o una sacudida.
Yo misma lo he verbalizado con él: “Sois mi relación más larga y estable”. Y entre risas él me ha respondido: “Sí, desde el principio, toda una vida”. Porque sí, así ha sido.
Cantan en bizkaieraz porque “fue una decisión totalmente natural del momento” y eso ha servido para animar a otros grupos. “Quiero creer que algo habremos influido. Grupos como Bulego, Zetak nos han dicho que les inspiramos”.
Hablamos también del legado, de qué deja Gatibu en quienes hemos estado ahí desde el principio. Y él lo ha resumido en las canciones: “Canciones para sentir y canciones para ayudar en el día a día con música positiva con lo que sea que tenga que afrontar la gente”.
Hace años, cuando estudiaba la carrera y me dieron la tarea de hacer una entrevista, le pregunté cuál era su canción favorita y me respondió que Txiki txiki bang bang, a día de hoy me confiesa que sigue siéndolo junto a otras como Euritan Dantzan. Yo aprovecho entonces para hacerle un juego en el que le he pedido que definiera algunas de mis canciones favoritas o más especiales:
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Ez dot sinisten: “Enérgica”
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Urepel: “Sugerente”
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Bizitzeko gogoa: “Emoción y fuerza”
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Bizitzen badakit: “Un grito en el viento”
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Zer da?: “Una oda a la amistad”
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Salto: “Vivir la vida en el presente”
Quizá estas definiciones son, en realidad, una radiografía emocional de lo que ha sido Gatibu para muchos de nosotros.
Las lágrimas estos días están permitidas: las de alegría y las de tristeza. Todavía quedan dos conciertos, mucha fiesta, muchos acordes y muchos bailes. Disfrutemos y celebremos que cada canción que nos ha acompañado seguirá ahí, intacta, lista para emocionar a quien venga detrás.
Gatibu termina sobre el escenario, sí, pero lo que comenzó aquel verano de 2003 —y lo que ha seguido cada año desde entonces para mí— no se acaba aquí.
Eskerrik asko. Beti.
Larga vida a Gatibu.