Hacía muchos años que no recordaba unas Navidades con frío en Bilbao. Frío de verdad. Del que te pide abrigo, gorro bien calado y bufanda hasta la nariz. Del que enrojece las mejillas y hace que el aliento se vea al hablar. Quizá por eso, este diciembre algo ha cambiado en mí. Y mira que no soy precisamente navideña. Nunca lo he sido. Más bien todo lo contrario: de las que miran las luces con cierta distancia y huyen de villancicos y multitudes. O eso creía.
Con el aire frío, las luces de Navidad iluminan calles que, de repente, parecen más amables
Porque este Bilbao menos tropical y más invernal ha conseguido removerme algo por dentro.
Salir a pasear estos días por las calles del Botxo, con temperaturas que por fin encajan con el calendario, tiene algo reconfortante. Hay un placer casi olvidado en caminar despacio, bien abrigada, mientras el olor a castañas asadas se mezcla con el aire frío y las luces de Navidad iluminan calles que, de repente, parecen más amables. Más nuestras. Más de antes.
Y es inevitable que la memoria viaje.
Recuerdos de Cortylandia… qué gran pérdida
Vuelvo, sin querer, a mi infancia. A aquellas tardes en las que mi madre me llevaba de la mano al centro, a ver Cortylandia, ese gran espectáculo navideño que Bilbao perdió por el camino y que hoy solo existe en el recuerdo colectivo. A los escaparates de la Gran Vía, donde había que sobrevivir a la marea humana para encontrar un hueco desde el que mirar. Aquello era casi una prueba de resistencia: empujones, frío, risas, caras ilusionadas… y también carteras que volaban, porque los amigos de lo ajeno encontraban en aquellas aglomeraciones el caldo de cultivo perfecto para “hacer el agosto”, aunque estuviéramos en diciembre.
Pero incluso eso forma parte de la postal. De una ciudad viva, caótica, auténtica.
Este frío me reconcilia con una Navidad que creía ajena
Quizá lo que me emociona no es solo el frío, sino todo lo que trae consigo. Porque el frío ordena el tiempo. Nos devuelve el ritmo natural de las estaciones. Hace que la Navidad tenga sentido. Que no sea solo un decorado artificial colocado sobre temperaturas de primavera, sino una experiencia completa, física, casi emocional.
Este frío me reconcilia con una Navidad que creía ajena. Me invita a caminar sin prisas, a mirar las luces sin cinismo, a aceptar cierta nostalgia sin pelearme con ella. A recordar que hubo un Bilbao más frío, más oscuro en invierno, pero también más acogedor. Un Bilbao donde el invierno se sentía en los huesos y en el ánimo.
Echo de menos cosas que ya no están, pero agradezco poder sentirlas a través del recuerdo
Y aquí estoy yo, que siempre he sido un poco Grinch, descubriendo que me apetece salir a la calle, ponerme el abrigo bueno, ajustar la bufanda y perderme entre la gente. Que me gusta ese contraste entre el frío exterior y el calor de los bares, de las conversaciones, de las manos metidas en los bolsillos. Que echo de menos cosas que ya no están, pero agradezco poder sentirlas de nuevo, aunque sea a través del recuerdo.
Al final, la Navidad no es lo que es, sino lo que nos devuelve
No sé si es solo el tiempo, o si también es la edad. O quizá la necesidad de aferrarnos a algo reconocible en un mundo que cambia demasiado rápido. Pero estas Navidades frías en Bilbao me han devuelto algo parecido al espíritu navideño. No uno cursi ni impostado, sino uno íntimo, silencioso y nostálgico.
Puede que, al final, la Navidad no me guste tanto por lo que es, sino por lo que me devuelve. Y este año, gracias al frío, me ha devuelto un pedazo de infancia, de ciudad y de memoria. Y eso, aunque sea solo por unos días, ya es bastante.