Frank Gehry siempre decía que era un “creador inacabado”, alguien que nunca daba por cerrado el aprendizaje. Y quizá por eso Bilbao lo sintió tan suyo desde el primer día: porque llegó sin pretensiones, casi con timidez, y acabó cambiándolo todo.
De un garabato a un ícono mundial del arte
Hay una imagen que muchos recuerdan: Gehry bajando del avión en Sondika hace casi treinta años, acompañado de Thomas Krens, buscando un lugar para levantar “un museo”. No sabía entonces que esos primeros garabatos hechos en un papel —líneas torcidas, curvas imposibles— iban a convertirse en una de las obras más influyentes de la arquitectura contemporánea. Y que su edificio, el Guggenheim Bilbao, iba a transformar por completo la ciudad, a abrirla al mundo y a colocarla en los mapas culturales.
Una fiesta en Bilbao con música de Chopin
Gehry tenía una relación especial con Bilbao. Lo demostró una noche muy particular, en su 85 cumpleaños. Quiso celebrarlo donde más sentido tenía para él: en “su casa”, en el Museo Guggenheim. Rodeado de su familia, amistades vascas y cientos de invitados, vivió un momento mágico cuando Daniel Barenboim tocó para él una sonata de Schubert y un nocturno de Chopin. Quienes estuvieron allí cuentan que Gehry se emocionó de verdad; que aquella música, resonando entre los paneles de titanio, parecía hecha para ese edificio y para ese hombre.
El puente que lleva su nombre
Bilbao le devolvió ese cariño dando su nombre al puente que une Zorrotzaurre con Deusto, un gesto simbólico hacia alguien que no sólo diseñó un museo, sino que ayudó a empezar una nueva historia para la ciudad.
De Toronto a Bilbao
Gehry había nacido muy lejos, en Toronto, en una familia judío-polaca. De joven trabajó como camionero para pagar sus estudios en Los Ángeles. Siempre dijo que estudió arquitectura “por un presentimiento”, y aun así terminó siendo proclamado por Vanity Fair como “el arquitecto más importante de nuestra era”.Su carrera empezó a despegar cuando decidió transformar su propia casa en Santa Mónica, envolviéndola en metales ondulados y maderas insólitas. Era el comienzo del deconstructivismo, de ese lenguaje propio que le permitió jugar con las formas como si fueran esculturas gigantes.